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jueves, 2 de septiembre de 2010

MOROS ILUSTRES, por ALBERT FERRER

Por: Albert Ferrer Orts

En estas fechas en que se conmemora el IV centenario de la expulsión de los Moriscos, bien es cierto que ante la sospechosa apatía de la Generalitat, la Universitat de València —entre otras entidades locales— ha celebrado el acontecimiento con cierta dignidad. Sobre todo, cuando estamos hablando de un hito ineludible en el calendario cultural de cualquier país mínimamente civilizado, cuando menos responsable y consecuente.

Recordemos, a modo de síntesis, que desde 1609 fueron deportados a Berberia (el norte de África) más de cien mil valencianos de origen musulmán por voluntad de Felipe III, el duque de Lerma y personajes tan importantes para el reino de Valencia cono Joan de Ribera. No hubo piedad y, desde varios puertos valencianos (las pinturas de Pere Oromig, Francesc Peralta y Vicent Mestre son prueba fehaciente), se los embarcó sólo con las pertenencias que pudieran llevar encima. Solamente se permitió quedarse a los niños con la peregrina excusa de poder ser educados conforme las prescripciones de la Iglesia católica.

La controvertida idea de la feliz convivencia entre las tres culturas (cristiana, judía y musulmana) voló definitivamente por los aires después de años de conversiones forzosas y sanguinarios pogromos, acciones que ya habían desembocado en la expulsión de la población hebrea por los Reyes Católicos en 1492.



































Los moros valencianos (y por extensión castellanos, aragoneses o catalanes), recluidos en las aljamas de ciudades y villas, o los pobladores de numerosos lugares y aldeas del interior, habían dejado suficientes muestras de adaptación a las circunstancias a lo largo de los siglos. Aunque sea a título de ejemplo, los casos de Jordi de Sant Jordi (c. 1399-1424) y de Muley Xeque —más conocido como Felipe de África— (1566-1621) son prueba fehaciente de este provechoso trasvase.

El uno fue hijo de los islamitas conversos Joan y Maria y hermano de Isabel, monja del convento de Zaidía, y -cómo es sabido- excelente poeta y músico (trovador), además de compañero de armas de Ausiàs March y camarero de Alfonso el Magnánimo. El otro fue hijo de Muhammad, soldado de Fez y Marrakex, quien vivió en varias ciudades españolas y europeas y -después de ser bautizado- causó la admiración de Felipe II, de quien tomó el apodo, y de Lope de Vega, quién le dedicó un soneto.

No son casos aislados, han más de conocidos (entre los judíos, podríamos hablar de Lluís Alcañiz o Joan Lluís Vives) e infinidad de anónimos, que ejercieron de verdadera bisagra en una sociedad estamental, dogmática y extremadamente observando.

Seguramente, los esfuerzos de nuestros gestores culturales (los de la Consejería de Cultura y Deporte, obviamente) se fundamentarán en —de aquí poco— reivindicar la figura del Patriarca Juan de Ribera (Sevilla, 1532- Valencia, 1611) y su magnífico Colegio Seminario del Corpus Christi, edificado entre 1586 y 1615. Una controvertida personalidad de primera magnitud, bien es cierto, que a buen seguro eclipsará la de miles de moros anónimos y otros ilustres que, integrados o deportados, eran tan valencianos cómo, por ejemplo, los cristianos viejos que se quedaron y convirtieron en homogénea una sociedad heterogénea.

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